jueves, 28 de abril de 2011

Torrijas y rosquillas en Fuentealbilla (2ª parte)

Otro nuevo día, otra nueva entrada (y hasta la semana que viene no habrá más) ¿Y por qué? Os preguntaréis. Porque, damas y caballeros, servidor se marcha a tierras sureñas, más concretamente al XII Salón del Manga de Jerez, que ya era hora de visitarlo. Así que mañana a primera hora del día, estaré en Atocha junto a mi amigo Paco, dispuestos a pasar un fin de semana de frikismo junto a personas tan importantes para mí como mi muy querida Pallas (María para los no iniciados), antigua amiga y componente fundamental de los Héroes de Camelot. Y, como abreboca, no es nada desdeñable el fiestorro que nos pensamos pegar, dado que la semana que viene seguirá la fiesta en un acontecimiento tan ansiado como inesperado...
Pero no revelaré más aquí, dado que prefiero anotarlo todo (al menos mentalmente) para subir una entrada del blog resumiendo a lo que me refiero. Baste decir que, cuando el mundo requiere héroes (aunque sea para salir de farra), el destino los convoca. De momento, quedaos con ésta nueva entrada de mis aventuras por tierras manchegas y descubrid al peor enemigo de un paladín, alguien capaz de agotarle hasta límites insospechados y, a pesar de todo, sonsacarle una sonrisa: un primo pequeño de tres años de edad. ¡Disfrutad!

De experiencias de niñero, parques infernales y loros brasileños

El día siguiente a mi llegada al pueblo, no hubo tiempo para dormir. A las ocho de la mañana ya estábamos de nuevo despiertos para ir a pasar el día a Albacete, donde residen mis tíos. Tras media hora de coche, llegamos al destino.

Albacete, para todos aquellos que no lo hayan visitado nunca, es una especie de ciudad rural. No llega a ser una ciudad con el movimiento de Madrid o Barcelona, pero tampoco posee la quietud de un pueblo. Siguiendo los preceptos de Aristóteles, y todo aquello de que “en el término medio está la virtud”, Albacete sería una urbe llena de virtuosismo.

Mientras mis tíos, mi prima, madre, hermano y la novia de éste se iban a un mercadillo conocido como “los Invasores” (invadir, invaden, todo sea dicho. Es una especie de Rastro a la provinciana, aunque según parece con el mismo número de “mangantes” por metro cuadrado), mi padre y yo nos fuimos al parque con el benjamín de la familia, mi primo Miguel. Con apenas tres años de edad, es un auténtico torbellino.

Tengo la teoría de que en mi familia, los hermanos mayores solemos ser los tranquilos y sosegados, mientras que los pequeños suelen ser más movidos y traviesos. De momento, mi teoría ha obtenido un 100% de éxito en las tres parejas de primos que somos.

El crío parecía encontrar divertido soltarse de la mano cada dos por tres, haciendo como que cruzaba las calles él sólo a toda carrera. Vale que en Albacete un Martes por la mañana no hay precisamente el tráfico que podría haber en la Gran Vía; vale que el enano sólo intentaba bacilarme, haciendo como que cruzaba para quedarse quieto al inicio de todo paso de peatones; vale que ya iban tres veces que lo hacía pero… volvía a conseguir hacerme correr tras él preocupado, encontrándome con su picaresca risa infantil.

- “Paquico é tonto”- me soltó a la sexta vez que lo hacía, justo cuando llegábamos al parque. Como veis, hasta un niño de tres años consigue tomarme el pelo cuando quiere. Pero era el hecho de intentar pronunciar mi nombre en su vocabulario infantil y darme ésa manita chiquitaja para cruzar la calle, y cualquier acaloramiento que me hubiera hecho pasar se desvanecía por completo. Uno también tiene su corazoncito de paladín, a fin de cuentas.

Finalmente, llegamos al parque conocido como “la fiesta del árbol” (no hay mucha fiesta, pero sí árboles, que duda cabe. Curioso nombre, de todos modos) Un enorme complejo con fuentes, paseos, rosaledas, en cuyo centro se alza una pequeña capea y unas máquinas de ejercicio para adultos, así como los típicos toboganes y columpios de toda la vida. Mi padre, que no está muy fino de la rodilla, se sentó n un banco a escuchar música y pasarse el sexto mundo del New Super Mario Bros, de DS. Así que en mí recaía la responsabilidad de vigilar al renacuajo. Bueno, pensé, ya me he encargado de vigilar a cuatro antes que a ti, no puedes ser tan duro como aparentas. Me equivocaba.

Al principio la cosa fue bien. Tobogán, un método sencillo de ayudarle a subir por las escaleras y a bajar deslizándose. La cosa se complicó un poquito más cuando insistía en bajar de morros o de espaldas, e incluso cuando decidió que subir por la rampa y bajar por las escaleras sería más divertido. A pesar de todo, prueba superada.

Los columpios. Primero empezó sentándose, luego poniéndose en pie y ya cuando intentaba ponerse a la pata coja sobre el columpio, decidí que había llegado la hora de probar otra atracción menos contorsionística.

Ahí llego el momento en el que me di cuenta de que, en materia de parques infantiles, andaba desfasado. En mis tiempos sólo había toboganes, columpios, un caballito con muelle y una rueda. Ahora había otros instrumentos que me hicieron pensar en las salas de tortura de la Inquisición. Para empezar, el crío se dirigió cantando hacia un curioso artilugio con forma de huevo.

- “E adio e mi caza, é pasisulá. Uando huele e hoja, como lo demá. Apáchate, y vueldede apachá…”

Una canción que más parecía un conjuro mesopotámico que otra cosa. Al cabo de un rato me di cuenta de que se trataba de “el patio de mi casa”. Decididamente, deberían poner en asignaturas de libre configuración en la universidad “lenguaje infantil”. Contemplé el artilugio, como decía, con forma de huevo. Me recordó a los asientos que usan en la primera película de “Men in Black”, en el gag humorístico del examen escrito. Al parecer, su función era la misma, como juzgué mientras ayudaba a sentarse en el huevo a Miguel. Me quedé mirándolo, él me miraba, nos mirábamos. Al fondo, unos chavales hacían pases con capotes de torero mientras otro con unos cuernos postizos simulaba al animal, practicando. Mi primo sonreía encantado, esperando algo de mí que no sabía muy bien lo que era.

- Bueno ¿y ahora qué, canijo?- opté por preguntarle antes de parecer más idiota de lo que estaba siendo.

- “Vuedtá, Paquico”- contestó meneándose en aquél huevo de color negro.

¡Por supuesto! ¡Vueltas! ¿Cómo no iba a ser algo tan simple? Todo el mundo sabe que los huevos de color negro en un parque infantil son para que los críos den vueltas sobre ellos, faltaría más.

Haciendo girar el aparato sobre el eje al que se clavaba al suelo, mi primo comenzó a girar riendo, pidiendo que cada vez le diera más velocidad al asunto. Tras un buen rato en el que ríete tú de los aspirantes a astronauta y sus pruebas de centrifugación, detuve el cacharro y ayudé a bajar al niño. Podríamos decir que fue su primera “borrachera”, o al menos algunos de los efectos que se suelen experimentar. No fue dar dos pasos seguidos cuando cayó hacia delante sobre la arena, a cuatro patas, riendo como un loco. Es sorprendente lo mucho que nos gustan algunas sensaciones de pequeño y lo poco que nos hacen gracia cuando crecemos ¿a quien, si no, le gusta estar mareado hasta el punto de no poder andar recto?

Tras aquello, mi primo juzgó que los cacharros de niños se le quedaban pequeños y decidió intentarlo con algunos de los aparatos para gimnasia de mayores. Así que allí me encontraba yo, exprimiendo mis grandes dotes de imaginación para que el enano pudiera disfrutar de más tiempo de ocio sin hacerse daño. De tal modo que opté por subirlo a un cacharro simulador de esquí, poniéndolo de pie sobre uno de los lados mientras yo hacía girar los pedales para que se balanceara. Nos pusimos luego en un aparato para hacer girar las caderas, en el que él encontró más divertido sentarse mientras yo, con mi propio esfuerzo, le hacía girar de lado a lado.

Al cabo de casi otra media hora de ejercicios varios, acabé reventado junto a mi padre, mientras mi primo brincaba sobre mis rodillas.

- “Má, Paquico, má”- gritaba una y otra vez, con voz aguda y risillas excitadas.

- Papá. ¿No va siendo hora de que nos tomemos un aperitivo?- pregunté, suspirando.

Mientras nos bebíamos una coca-cola y degustábamos un plato de magra con tomate (que había que ver lo salvaje que era el niño, engullendo los trozos de carne como si no hubiera un mañana), reflexioné sobre lo acontecido llegando a dos conclusiones: lo cansado que era ser niñero y las salidas laborales de diseñador de parques infantiles.

Regresamos al piso de mis tíos, en cuyo viaje de vuelta el canijo aprovechó para seguir tomándome el pelo, ya con menos ahínco debido a que se había hinchado a base de bien en el bar. Como aún no habían vuelto los demás, compramos el pan y nos dispusimos a esperarlos.

- “Dibujo. Tero dibujo”- anunció Miguel con una amplia sonrisa, digna de Vitaldent.

Dibujos. Una temible palabra en boca de un niño. Todos sabemos (o deberíamos saber) que, cuando un crío pide dibujos, no hay razonamiento posible. Ya puede ser la hora de que se vaya a la cama, de que coma, de que eche la siesta, de que haya que huir de una horda de zombies hambrientos; da igual. Los dibujos son algo sagrado, el Mesías infantil. Nunca he sido contrario a los dibujos, y aún hoy en día me lo paso en grande viéndolos, pero he de decir que los canales infantiles son un petardo total. Sí, me refiero a todas ésas cadenas que seguro os sonaran, tales como “Clan TV” o “Playhouse Disney”.

En nuestros tiempos echaban buenas series. Series como “Gárgolas”, “Vicky el vikingo”, “Dragones y Mazmorras”, “Patoaventuras”, “Cops”, “Los halcones galácticos” y un largo sinfín que todos recordaréis. Hoy en día no. Hoy en día parece que a los directivos de la televisión les gusta idiotizar a los niños.

La primera elección fue “Pat el cartero”, una serie sin fuste alguno, hecha con una pésima animación que intenta emular a la buena animación de plastilina como “Wallace & Gromit” y compañía. Trataba sobre un ñoño cartero en un pueblo inglés que repartía amor y felicidad (y cartas, como no) entre sus alegres vecinos en compañía de un gato tiñoso. Bodrio a más no poder. Afortunadamente, a mi primo tampoco le parecía gustar, por lo que cambiamos de canal.

“Dora la exploradora”, segunda opción. Las aventuras de una niña sudamericana en compañía de un mono con ojos de Simpson llamado “Botas” (nombre original para un simio que habla y calza botas de punky). La niña viaja de acá para allá con una sonrisa perenne en la cara, viviendo aventuras tan apasionantes como ayudar a un zorro ladrón a descubrir el significado de la Navidad (sí, en pleno Abril). En fin, al menos era un poco más educativo que el primero, pero igual de coñazo.

Finalmente y justo a tiempo (puesto que comenzaba un capítulo de una serie sobre gatitos y perritos de colores chillones que cantaban felices por el campo, la cual no me daba muy buena espina), mi primo decidió ver una película de Disney. Y como casi todas las que tiene se las hemos regalado nosotros, sabía que sería una buena elección.

Así, durante la siguiente hora y media hasta la comida, nos pusimos a ver el Rey León. Tras la comida, me conecté un rato a Internet, momento en el que me puse a ver el primer capítulo de “Juego de Tronos”. Cinco minutos después, ahí tenía a mis primos queriendo jugar de nuevo conmigo. En fin, que puedo decir, ser el primo mayor a veces tiene sus desventajas. De tal modo que sacrifiqué la única opción que se me presentaba en toda la semana de ver tan brutal serie en favor de hacerle pasar a mis primos un rato agradable. e hacerle pasar a mis primos un rato agradable. Ya habría tiempo de los Stark y los Lannister después.

Por la tarde, nos fuimos al cine a ver la película de “Río”. Antes de entrar en la sala, mi madre le preguntó a mi primo si tenía que ir al baño, y parece que le ayudó a superar su indecisión el hecho de que yo si tuviera que ir.

- Ayúdale- me pidió mi madre dejándomelo en los lavabos masculinos.

¿Ayudarle? ¿A qué, exactamente? Acompañé al crío a un baño, y mirándole, le dije la única cosa con sentido que se me ocurrió.

- ¿Necesitas ayuda?- ante todo, un niño es un adulto en miniatura. ¿Para qué complicarse la vida?

- No. “Yo pipi zolo”- informó el enano metiéndose en el baño y bajándose los pantalones. Gracias a los dioses, al final no había resultado tan difícil como había temido. Ya habrá tiempo en otra ocasión de enfrentarme a ése tipo de problemas, a más tardar cuando tenga un crío propio.

Tras el pequeño incidente del baño, entramos a ver la película de “Río”, momento en el que Miguel nos hizo callar a todos, chistándonos, cuando el filme nos arrancaba alguna carcajada de diversión. El canijo se lo tomaba en serio, siguiendo el argumento de la pareja de loros brasileños con auténtico interés. Tras aquello, regresamos a casa y nos despedimos de todos.

En el viaje de vuelta, a pesar de la corta duración, no pude evitar quedarme dormido. Es sorprendente lo mucho que llegan a agotar los críos pequeños. Aún así, dan las suficientes alegrías y satisfacciones como para hacer que, realmente, merezcan la pena y tarde o temprano la mayoría queramos tener algún canijo o canija propios. Y a las malas, si vemos que en algún momento nos superan, siempre podemos pedirle ayuda a “Dora la exploradora” o a Disney, que para eso están ¿no?


Y hasta aquí la entrada de hoy. Curiosa la manera que tienen los niños, tan sutil , de agotarnos la energía. Apenas te das cuenta y, cuando tienes la tan ansiada paz a tu alrededor, notas el desgaste de entretenerlos durante horas y horas. Son como súcubos pequeñitos, los jodíos. Bueno, pues lo dicho, espero que os haya resultado amena, como siempre, la lectura y nos vemos la semana que viene ¡Pasadlo bien!

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